Este nombramiento de hijo predilecto que me otorgan las gentes de mi villa natal es algo muy especial que unido al del Moscón de Oro que me concedió la asociación amigos de Grado y el hecho de tener una calle en Grado que el Excmo Ayuntamiento puso a mi nombre, hace que me sienta abrumado y enormemente agradecido hasta el punto de no tener palabras para expresar lo que siento. 

Confieso que en varias ocasiones me he sorprendido a mí mismo pensando que ningún otro premio, que hipotéticamente pudieran otorgarme a nivel internacional de la categoría de un Óscar o de un Nóbel, no tendría para mí la importancia de este entrañable reconocimiento.

Fue allí donde entré en contacto con el aguarrás y la cola de conejo, el aceite de linaza y el almazarón, con los palillos de modelar y con el barro gris que mi padre utilizaba para modelar los bustos de Manolete y Bahamontes. 

Todo aquello me marcó para siempre, por suerte más que la vara de avellano de Don Manuel en la clase de preparatoria del colegio Sagrado Corazón.

El mercado de los domingos viendo a las paisanas vendiendo hortalizas y el de los miércoles observando a los tratantes negociar con los xatos, las fiestas de la Flor y las de Santa Ana, los bailes del Mayjeco escuchando a la Sícora y a Pepito Rox tocando maravillosamente el saxo.

Allí en el Mayjeco fue donde conocí a Dulce la que hoy es mi mujer, la sidra del infierno y Pepe el bueno, los vermuts en La Panera de los Archiduques, las truchas del Bailache, algún solar que otro en casa Jovino el padre de mi amigo Julio, un estupendo pintor, comer un quesín de afuega’l pitu con mis amigos Juan De la Fuente y  Nando Arias en él Cabaño y otros muchos momentos placenteros son para mí un mural de recuerdos imborrables que tienen mucho que ver con mi forma de ver la vida y de pintar.